Ella no lo recuerda, hace mucho que
sucedió, demasiado desde la última vez que lo vio. Y si se acuerda jamás lo ha
mencionado. Tiene inmortalizado en su memoria estar con Juan Salvador Gaviota
oculta en el pasillo del patio, ansiosa por aprender a volar.
Hace mucho que camina, cuando anda
sola lo hace con prisa; si va acompañada, cuenta los pasos y se equilibra en el
borde de la acera. Y si caminas por su lado, puede que no lo sepas, pero lleva
un libro en el bolso y una historia en la cabeza, puede que sea suya, puede que
no, pero es ella quien la hace vivir en su mente.
Y si la ves apoyada en una pared y
tratas de hablarle, no te extrañe que espere a terminar un párrafo o una frase
antes de contestarte, que se quede callada mientras hables. Mas no te engañes,
sus pensamientos gritan, giran y bailan a un ritmo que ella no logra controlar
y si se pierde en una frase no es por propia voluntad.
Y es por eso, que fue hace mucho
tiempo, que ya no piensa en ello.
En esa noche oscura de diciembre en
que una mano le jaló el brazo y la subió a un auto mientras el mundo clamaba y viraba,
en que al día siguiente de esa noche el sol se ocultó tras una nube y le dio la
impresión de que no volvió a salir en un buen tiempo. En otra noche, tiempo
después, cuando el mundo se volvió confuso nuevamente, tuvo que meterse bajo
una cama para ver si el coco era tan feo como aquello que sucedía fuera de su
habitación.
En que caminó equilibrándose en el
borde del andén hasta un lugar lleno de edificios grises tras una malla, tenía
algunas torres altas, mas no era un castillo. A la mañana siguiente, vestida
con el uniforme escolar, sopló el vidrio para dibujar en la ventana del bus,
que andaba por calles desconocidas. Insegura de a dónde iba, pero no del
propósito de la excursión.
No, ella ya no se preocupa por ello.
Evoca a Juan Salvador Gaviota, puede
verlo volando junto a ella en una tarde de agosto, midiendo la velocidad a la
que vuela. Recuerda un ave de alas blancas y brillantes, no un taxi y un bus
luchando por ir uno delante del otro, imagina que las cometas de colores atadas
atrás son colibríes a quienes se les han atado las plumas de la cola para que
no puedan escapar. No piensa en los dos adultos que se ponen a pelear, en una tarde
que debió ser soleada y no lo fue. Deshecha de sus pensamientos las iras sin
propósito y a la marioneta que bailaba al ritmo del hilo de esas emociones.
Los ha desterrado al no recuerdo, a un
destino peor que el olvido.
Ella se para en las puntas de los
pies, salta como caperucita roja y a veces ríe tanto que no puede respirar,
pero sólo si se da con el tema correcto en el momento indicado.
Y parece un gran secreto, pero no lo
es. Ella puede reír, puede llorar, pero sólo lo hace con el mundo de sus sueños,
la realidad pareciera que no la toca y es que nadie se molesta en empujar la
nube que a veces esconde el sol.
En algunos momentos el sol atrajo más
nubes, en ocasiones el viento las espantó, en otros el mismo sol salió. Ahora
el sol está ahí, alto en el firmamento, con nubes a su alrededor, pero ellas no
lo ocultan, están esperando.
Ella no sabe que aguardan, porque hace
mucho que no recuerda, y si lo hace no lo dice. Ni sus ojos, ni su mirada, ni
su sonrisa hablan de ello o de él, pero puedes sospecharlo por la forma en que
sus manos se mueven inquietas.
Sin embargo, ella lo sabe, lo que se
oculta tras la puerta de cristal con cadenas. No es como si no pudiera verse si
se pasa por allí. Ella sin duda conoce lo que está guardado, pero el hecho de
que lo sepa no significa que lo rememore, y si lo hace no lo dice.
No, no habla de ello, ni de él. Si
observas sus manos retorcerse e intentar escapar no dudes que es porque ellas
quieren mostrar lo que la boca y la mente se niegan a rememorar, aquello que sin
duda explica porque en ocasiones siente el corazón pesado sin razón.
Como esa noche cualquiera que el mundo
viró.
Es en esos momentos que tal vez haya
un atisbo a la puerta de cristal, pero tan pronto como se asoma al pasillo al
que la puerta está atada, da media vuelta para dejarlo atrás.
Evidentemente prefiere pensar en aquel
estrecho corredor del patio con olor a ladrillo húmedo y páginas con tinta. En
Juan Salvador Gaviota volando a su alrededor, invitándola a usar las alas.
Hace mucho que no recuerda, demasiado
desde la última vez que lo vio, no fue esa noche de diciembre la última
ocasión, sólo fue el inicio del fin, pero eso no la molesta. Después de todo
ella misma eligió, pero eso no quiere decir que no sea consciente de que las
cosas cambiaran. Sabe que el tiempo siempre está cambiando, y puede que las
nubes tapen el sol nuevamente, mas no lo harán por siempre.
Y tal vez algún día pueda recordar que
hubo más que gritos, que existieron tardes soleadas en una piscina, pero son
tan pocos esos recuerdos, son días sin fecha en la memoria, ocultos en un cofre
dentro de la habitación, y es que aunque la puerta sea de cristal lo que hay
dentro del cofre no se puede atisbar, ya que el cofre fue robado por las
emociones sin control, que están rabiosas porque ella se niega a dejarlas
escapar.
Era tan joven cuando sucedió, cuando una
noche de diciembre las manos se soltaron y los pies de dos personas agarraron
caminos diferentes. Demasiado tiempo desde esa noche en que una mano la jaló
del brazo y él lo permitió.
Fue hace mucho, ella ya no lo recuerda, y si
lo hace no lo dice, sólo sus manos tratan de escapar para contar la verdad.
Tal vez algún día pueda quitar las
cadenas de la puerta y liberar aquello que encierra, pero no parece ser pronto
y sólo existe un tal vez.
Mientras tanto, puedes verla por ahí,
con un libro en la mano o metido en el bolso mientras camina, y no olvides las
manos inquietas y la mente que gira lejos de su control, no te extrañe si se
pierde en una frase, su mente sólo recuerda lo que quiere.
Y no es esa noche, muchos menos a él.
Ella no lo evoca, y si lo hace no lo dice porque hace demasiado desde la última
vez que lo vio. Ha olvidado cuándo, cómo y dónde, pero está más que segura que
fue hace más que un par de años en una noche sin estrellas y que, al día
siguiente, el sol salió casi como siempre. Un poco menos brillante, pero sin
duda igual de caliente.
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