La
conocí en mi cumpleaños número siete.
Era
un día soleado, podía sentir el calor traspasar las suelas de mis zapatos y
subir por mis piernas, la mochila me rebotaba en la espalda y yo solo corría
por las calles para llegar a casa pronto.
Sabía
que me esperaba un pastel de chocolate con fresas por encima, mi madre siempre lo
preparaba en la mañana el día de mi cumpleaños, cuando llegaba del colegio las
velas estaban encendidas, el olor del pastel recién horneado aún se percibía en
el aire.
Aunque
aquel año fue un poco diferente, cuando entré por la puerta de la cocina mamá
me recibió con un abrazo, me dijo: Alguien te espera en la sala. Yo sonreí,
creyendo que por ser mi cumpleaños papá había llegado temprano.
Qué
fiasco me llevé cuando vi una chica, tendría veinte años, el cabello castaño
claro, crespo y ojos incoloros. Ella estaba ocupada fijándose en las fotos que
estaban en la equina y no me escuchó. Así que para llamar su atención le
susurré un hola. Se volteó de inmediato, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Hola
—contestó. Se acercó caminando en la punta de los pies, su cabello se estiraba
como un resorte y volvía a su forma original a cada paso que daba—. Feliz
cumpleaños, precioso. Te atraje un regalo —musitó sonriendo nerviosamente—. Ojalá
te guste —murmuró con una risa que se asemejaba al tintineo de una campana. Se
sacó una caja envuelta en papel rojo y un moño amarillo del bolsillo.
El
regalo tenía el tamaño de su puño, cuando me lo entregó lo sacudí.
—¿Qué
es? —pregunté.
—A
menos que lo abras no lo sabrás —respondió y yo me quedé mirándola, sus ojos,
así de cerca como estaba, parecían dos farolitos recién iluminados—. Ábrelo
—susurró muy bajo mirando para otro lado. Yo aparte la vista cuando noté que sus
ojos se hacían agua.
Arranqué
el moño sin piedad y con torpeza rompí el papel, luego abrí la caja y saqué una
locomotora de cristal pequeña envuelta en papel de burbujas.
—No
sabía qué regalarte —musitó mientras yo acariciaba los trazos y la caldera del
pequeño juguete.
Era
bonito, aunque no me serviría para nada. Tendría que dejarlo en mi mesita de
noche o en la repisa, si alguno de mis primos o amigos lo cogía podía romperlo.
—Di
gracias —ordenó mamá desde la puerta que conectaba la cocina con la sala. Yo lo
repetí, aún fijándome en los detalles del contenido de la caja de regalo.
Cuando miré por debajo de la locomotora, que tenía una inscripción que decía «Vive
tus sueños».
—¿Quién
eres? —interrogué. Mi mamá bajó la cabeza y se fue a la cocina limpiándose las
manos.
Ella
pronunció su nombre, lo hizo muy suave, luego vino el sonido de su risa, dijo
que era mi hermana. No me lo creí hasta que papá cruzó la puerta y su feliz
cumpleaños dirigido a mí se apagó al verla.
Mamá
exclamó: «Hola, cariño». Papá se fue a la cocina después de entregarme una caja
alargada cuyo contenido ya no recuerdo.
El
pastel lo partimos en un inusual silencio, de inmediato supe que era culpa de
ella. Y decidí que mejor no hubiese ido. Quería que se fuera, pero se quedó un
rato hablando conmigo. Me contó que era bailarina, conocía toda clase de
lugares, que a lo mejor —si papá y mamá me dejaban— me llevaba a conocer el
monte más alto del mundo o navegar por el río más largo. Nos imaginé subidos en
un tren como el de mi regalo, con la caldera humeante, el «chu chu» resonando mientras iba rumbo a lo desconocido. Mi hermana me
plantó un beso en la mejilla sin decir nada.
Luego
de eso se fue y no volví a verla hasta un año y un día después, donde me pidió
perdón por llegar tarde y no poder quedarse. Un regalo, un beso, un hasta luego
y la vi alejarse agarrada del brazo de un hombre que no me presentó, aunque en
todo momento le cogió la mano.
Al
igual que el año pasado, mamá y papá evadieron cualquiera de mis preguntas. Yo
sabía que mis padres y ella discutieron, lo hicieron en la cocina en mi
cumpleaños número siete, cuando supuestamente fui a guardar los regalos.
Escuché
poco y no entendí nunca nada.
Ellos
decían que lo que hacía estaba mal; ella que tenía sus derechos, que no era ya
una niña tonta, que había madurado…
Pero
la discusión se terminó con un «piensa en lo mejor para él» que provino de mi
padre.
Cuando
bajé ella tenía huellas de lágrimas; papá, los puños apretados y mamá limpiaba
los platos.
Mi
hermana me siguió enviando regalos hasta que fui mayor, hasta que un día
—idéntico al día en que la conocí— dijo que quería decirme algo, que tenía que
saberlo y yo le contesté que ya basta, que no valía aparecerse solo un día al
año y el resto olvidarse de que existía, le pedí que dejara de enviarme
regalos. Ella lo cumplió, pero empezó a enviarme cartas que nunca respondí,
porque ni me tomé la molestia de leerlas.
No
me arrepentí de mi decisión de no escucharla hasta el día en que recibí un
sobre lleno de partituras del guitarrista que tocaba en sus presentaciones, que
más tarde me enteré era su esposo y con quién la vi en varias ocasiones, en
todas ellas él apartó la mirada de mí. Contraté a alguien para que interpretara
la melodía, era suave con leves tonadas felices en medio de la tristeza.
Solo
al final de la melodía el guitarrista me pasó las partituras, me señaló la última
página, descubrí que mis padres no eran mis padres y que mi hermana no era mi
hermana…
Finalmente
entendí todo, busqué la vieja locomotora que me dio ella en el primer cumpleaños
en el cual estuvo conmigo, la guardé en una caja junto con el resto de regalos
y cartas.
Por
fin comprendí de donde provenía el alma de artista que mis padres tanto se
esforzaron en extinguir.
***
Perdón por tenerlo tan abandonado, no es que haya dejado de escribir, solo que he estado ocupada estudiando y también que cuando me pongo a escribir no terminó las cosas que escribo.